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Frase Célebre : Es mas facil encontrar las moronas que el Queso.
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*Los hermanos buendia enterraron oro y plata en *
Miér 29 Oct 2008, 1:18 pm
LOS SIETE BUENDÍA ENTERRARON ORO Y PLATA EN BOLAÑOS
Cierto día, Eduardo Buendía le pidió a uno de sus hermanos que reuniera al
resto de ellos porque «algo serio quiero hablar con todos». «Está bien, Eduardo.
Para mañana estaremos aquí todos reunidos, para lo que tu dispongas».
Dicho y hecho. al día siguiente, con toda puntualidad, estaban reunidos
los siete hermanos Buendía. Sus nombres por orden de mayor a menor,
eran: Eduardo, Fidencio, José de Jesús, Efrén, Heliodoro, Elfego y Rodolfo.
Una vez reunidos en casa del mayorde ellos, Fidencio tomó la palabra:
— Tú dirás, hermano. ¿A qué se debe la reunioncita?
— ¿Saben, hermanos? En estos últimos días he andado pensando mucho
en el despido de las minas de Jesús y de Heliodoro, aparte de que nunca
nos quisieron dar empleo a los demás en las minas. No conformes con eso,
ahora les quitan el trabajo a los únicos que lo tenían. ¡Malditos güeros!
¡Vámosles dando en la madre, nomás para que se les quite! A ver tú, Jesús,
que hace poco todavía estabas trabajando, tienes que darte cuenta de cuándo
mandan la próxima remesa a Fresnillo.
— ¿Qué es lo que te propones hermano?
— Ya dije: ¡darles en la pura torre a estos malditos gringos! Es más, así
como estamos aquí reunidos, todos juntos vamos a hacer un juramento.
— Sí, como tú digas, hermano.
— ¿Y cuál va a ser ese juramento?
— Vamos a jurar, por la gloria de nuestros abuelos, que esos malditos
güeros ya no sacarán un grano más de oro ni de plata de nuestro país. ¿Y
cómo lo vamos a evitar? Pos asaltándolos en medio de la sierra.
— ¡Buena idea! ¡Ya les estamos dando! ¿Cuándo empezamos?
— En la próxima remesa. Vamos a estar listos en la sierra. Nos armaremos
con los rifles lozadeños. Que haya espadas y machetes.
— Hermano, ¿pero qué vamos a hacer con esas armas en contra de las
que ellos tienen?
— No te apures, hermano. La batalla será hasta que esas armas flamantes
y ventajosas que dices que tienen sean de nosotros.
— Bueno. Mientras Efrén y Rodolfo se encargarán de investigar cuándo
sale la próxima remesa, Fidencio y Jesús se van a darle una explorada a la
sierra, porque creo que no la conocemos lo suficiente. Los demás nos encargaremos
del resto de los preparativos. Prepararemos caballos, armas y algunos
alimentos para podernos remontar a la sierra.
Así pasaron algunos días, suficientes como para que regresaran unos y
otros y se volvieran a reunir.
— ¿Qué pasó? ¿Qué se informaron? ¿Cuándo salen los arrieros?
— El próximo lunes.
— Y ustedes, ¿cómo vieron la sierra?
— Sabrás, Eduardo, que de la cumbre para allá todo nos gustó para ser
camposanto. Pero eso no va a ser cerca de Bolaños, ¿verdá? Yo digo que lo
más lejos que se pueda, para que no los oigan llorar.
— Así es. ¿Se dieron cuanta cuál es la defensa que llevan?
— Cómo no. Es un pelotón de soldados vestidos de rojo y ocho arrieros
armados hasta los dientes.
— No le hace. Nosotros, por lo pronto, contamos con cuatro rifles
lozadeños y tres máuseres de siete milímetros. A ver, ustedes, los exploradores
de la sierra, ¿supieron dónde esta la segunda jornada?
— Sí, jefe está exactamente en una parte llamada El Cerro del Sombrero.
— Allí mismo los estaremos esperando el martes en la noche para darles
el primer golpe de su vid. ¿Cómo la ves, Efrén?
— Sí, jefe. Ya les estamos dando.
— A propósito de jefe, como lo acaba de mencionar Efrén, yo seré su
jefe y Efrén mi segundo, ¿de acuerdo?
— Todos de acuerdo. A propósito, ¿de cuánto parque disponemos?
— De ciento cincuenta cartuchos.
BOLAÑOS 21
— Lo suficiente. Con eso nos basta y sobra para el martes en el Cerro
del Sombrero.
En dicho paraje, arrieros y soldados descansaban tranquilamente rodeados
de una enorme hoguera que iluminaba más de cincuenta metros a la
redonda. La mayoría de ellos estaban tomando sus alimentos cuando:
— ¡Alto! ¡Levanten las manos! ¡Esto es un asalto! ¡Somos más de siete
hombres bien armados! Si se mueven, se mueren. Los tenemos sitiados por
los cuatro vientos. No podrán escapar. Al primero que haga algún movimiento
le volamos la tapa de los sesos.
Con un poco de esfuerzo los rindieron y los desarmaron para luego
hacerlos dormir amarrados. Otro día los pusieron a cavar una enorme cueva
en la falda del cerro para esconder el cargamento de oro y plata, quedando
ahí la mayor parte de soldados sepultados.
— A ver, mi segundo, escriba en esa hoja: «Aquí, en el Cerro del Sombrero,
donde sale el sol y se mete acá, donde da sombra en la tarde, con cien
pasos hacia allá y cincuenta hacia acá, quedaron enterradas treinta cargas de
oro y plata en plancha, barras y marquetas, del mineral de Bolaños».
— Jefe, ¿y qué hacemos con éstos que todavía están vivos?
— Lo siento, pero hay que darles chicharrón. Nomás los ponen a salvo
de los zopilotes.
— ¿Y la mulada?
— La dejamos libre por la sierra.
— Jefe: ahora sí tenemos hartas armas, rete harto parque.
— Sí, pero nada más vamos a cargar lo necesario. Lo demás lo esconderemos,
para cuando se ofrezca. ¡Vámonos!
Y en esto:
— Aquí hay alguien entre las yerbas...
— Sí, sí. Aquí estoy. Soy, yo. No me maten. Estoy mal herido. No me
maten. Tengo familia. Soy el mayordomo de los arrieros.
— No le vamos a hacer nada, hombre. A cambio queremos que usted
coopere con nosotros.
— Sí, haré todo lo que quieran.
— Nos jura por el honor de su familia que nos va a ser fiel. ¿Va a ayudarnos
en nuestra causa?
— Sí. ¡Lo juro!
— Y. ¿cuál es su nombre, señor mayordomo?
— Casimiro… Casimiro Hernández, para servir a usted.
— Y, ¿cómo se llama la persona que recibe la carga en Fresnillo?
— Yo nomás sé que se llama míster Charles. Nosotros llevamos el mineral
a la estación del tren y allí lo embarcan para la frontera.
— Muy bien. A ver, ¿cómo está su herida? No está mal. Con unas yerbas
se arregla eso. Mire, Casimiro, regrese a la mina y vea al míster, su patrón,
y cuénteselo todo. Que desgraciadamente nomás usted quedó vivo.
Cuéntele que los ladrones eran de Durango, que se llevaron todo, con todo y
mulas, y que los oyó decir que nunca volverán porque con eso tienen para
pasar el resto de su vida. Y en adelante usted se va a encargar de darnos
toda la información que sea necesaria. A ver, dígame, ¿nos conoce a alguno
de nosotros?
Cierto día, Eduardo Buendía le pidió a uno de sus hermanos que reuniera al
resto de ellos porque «algo serio quiero hablar con todos». «Está bien, Eduardo.
Para mañana estaremos aquí todos reunidos, para lo que tu dispongas».
Dicho y hecho. al día siguiente, con toda puntualidad, estaban reunidos
los siete hermanos Buendía. Sus nombres por orden de mayor a menor,
eran: Eduardo, Fidencio, José de Jesús, Efrén, Heliodoro, Elfego y Rodolfo.
Una vez reunidos en casa del mayorde ellos, Fidencio tomó la palabra:
— Tú dirás, hermano. ¿A qué se debe la reunioncita?
— ¿Saben, hermanos? En estos últimos días he andado pensando mucho
en el despido de las minas de Jesús y de Heliodoro, aparte de que nunca
nos quisieron dar empleo a los demás en las minas. No conformes con eso,
ahora les quitan el trabajo a los únicos que lo tenían. ¡Malditos güeros!
¡Vámosles dando en la madre, nomás para que se les quite! A ver tú, Jesús,
que hace poco todavía estabas trabajando, tienes que darte cuenta de cuándo
mandan la próxima remesa a Fresnillo.
— ¿Qué es lo que te propones hermano?
— Ya dije: ¡darles en la pura torre a estos malditos gringos! Es más, así
como estamos aquí reunidos, todos juntos vamos a hacer un juramento.
— Sí, como tú digas, hermano.
— ¿Y cuál va a ser ese juramento?
— Vamos a jurar, por la gloria de nuestros abuelos, que esos malditos
güeros ya no sacarán un grano más de oro ni de plata de nuestro país. ¿Y
cómo lo vamos a evitar? Pos asaltándolos en medio de la sierra.
— ¡Buena idea! ¡Ya les estamos dando! ¿Cuándo empezamos?
— En la próxima remesa. Vamos a estar listos en la sierra. Nos armaremos
con los rifles lozadeños. Que haya espadas y machetes.
— Hermano, ¿pero qué vamos a hacer con esas armas en contra de las
que ellos tienen?
— No te apures, hermano. La batalla será hasta que esas armas flamantes
y ventajosas que dices que tienen sean de nosotros.
— Bueno. Mientras Efrén y Rodolfo se encargarán de investigar cuándo
sale la próxima remesa, Fidencio y Jesús se van a darle una explorada a la
sierra, porque creo que no la conocemos lo suficiente. Los demás nos encargaremos
del resto de los preparativos. Prepararemos caballos, armas y algunos
alimentos para podernos remontar a la sierra.
Así pasaron algunos días, suficientes como para que regresaran unos y
otros y se volvieran a reunir.
— ¿Qué pasó? ¿Qué se informaron? ¿Cuándo salen los arrieros?
— El próximo lunes.
— Y ustedes, ¿cómo vieron la sierra?
— Sabrás, Eduardo, que de la cumbre para allá todo nos gustó para ser
camposanto. Pero eso no va a ser cerca de Bolaños, ¿verdá? Yo digo que lo
más lejos que se pueda, para que no los oigan llorar.
— Así es. ¿Se dieron cuanta cuál es la defensa que llevan?
— Cómo no. Es un pelotón de soldados vestidos de rojo y ocho arrieros
armados hasta los dientes.
— No le hace. Nosotros, por lo pronto, contamos con cuatro rifles
lozadeños y tres máuseres de siete milímetros. A ver, ustedes, los exploradores
de la sierra, ¿supieron dónde esta la segunda jornada?
— Sí, jefe está exactamente en una parte llamada El Cerro del Sombrero.
— Allí mismo los estaremos esperando el martes en la noche para darles
el primer golpe de su vid. ¿Cómo la ves, Efrén?
— Sí, jefe. Ya les estamos dando.
— A propósito de jefe, como lo acaba de mencionar Efrén, yo seré su
jefe y Efrén mi segundo, ¿de acuerdo?
— Todos de acuerdo. A propósito, ¿de cuánto parque disponemos?
— De ciento cincuenta cartuchos.
BOLAÑOS 21
— Lo suficiente. Con eso nos basta y sobra para el martes en el Cerro
del Sombrero.
En dicho paraje, arrieros y soldados descansaban tranquilamente rodeados
de una enorme hoguera que iluminaba más de cincuenta metros a la
redonda. La mayoría de ellos estaban tomando sus alimentos cuando:
— ¡Alto! ¡Levanten las manos! ¡Esto es un asalto! ¡Somos más de siete
hombres bien armados! Si se mueven, se mueren. Los tenemos sitiados por
los cuatro vientos. No podrán escapar. Al primero que haga algún movimiento
le volamos la tapa de los sesos.
Con un poco de esfuerzo los rindieron y los desarmaron para luego
hacerlos dormir amarrados. Otro día los pusieron a cavar una enorme cueva
en la falda del cerro para esconder el cargamento de oro y plata, quedando
ahí la mayor parte de soldados sepultados.
— A ver, mi segundo, escriba en esa hoja: «Aquí, en el Cerro del Sombrero,
donde sale el sol y se mete acá, donde da sombra en la tarde, con cien
pasos hacia allá y cincuenta hacia acá, quedaron enterradas treinta cargas de
oro y plata en plancha, barras y marquetas, del mineral de Bolaños».
— Jefe, ¿y qué hacemos con éstos que todavía están vivos?
— Lo siento, pero hay que darles chicharrón. Nomás los ponen a salvo
de los zopilotes.
— ¿Y la mulada?
— La dejamos libre por la sierra.
— Jefe: ahora sí tenemos hartas armas, rete harto parque.
— Sí, pero nada más vamos a cargar lo necesario. Lo demás lo esconderemos,
para cuando se ofrezca. ¡Vámonos!
Y en esto:
— Aquí hay alguien entre las yerbas...
— Sí, sí. Aquí estoy. Soy, yo. No me maten. Estoy mal herido. No me
maten. Tengo familia. Soy el mayordomo de los arrieros.
— No le vamos a hacer nada, hombre. A cambio queremos que usted
coopere con nosotros.
— Sí, haré todo lo que quieran.
— Nos jura por el honor de su familia que nos va a ser fiel. ¿Va a ayudarnos
en nuestra causa?
— Sí. ¡Lo juro!
— Y. ¿cuál es su nombre, señor mayordomo?
— Casimiro… Casimiro Hernández, para servir a usted.
— Y, ¿cómo se llama la persona que recibe la carga en Fresnillo?
— Yo nomás sé que se llama míster Charles. Nosotros llevamos el mineral
a la estación del tren y allí lo embarcan para la frontera.
— Muy bien. A ver, ¿cómo está su herida? No está mal. Con unas yerbas
se arregla eso. Mire, Casimiro, regrese a la mina y vea al míster, su patrón,
y cuénteselo todo. Que desgraciadamente nomás usted quedó vivo.
Cuéntele que los ladrones eran de Durango, que se llevaron todo, con todo y
mulas, y que los oyó decir que nunca volverán porque con eso tienen para
pasar el resto de su vida. Y en adelante usted se va a encargar de darnos
toda la información que sea necesaria. A ver, dígame, ¿nos conoce a alguno
de nosotros?
- romel505Moderador
- Cantidad de envíos : 2996
Edad : 51
Localización : Jalisco (ajaaaaiii)
Frase Célebre : Es mas facil encontrar las moronas que el Queso.
Fecha de inscripción : 14/03/2008
Puntos : 12205
Re: *Los hermanos buendia enterraron oro y plata en *
Miér 29 Oct 2008, 1:19 pm
— No, señor.
— Pos más le vale. Pero el día que alguno de nosotros llegue a preguntarle
algo usted no se negará, ¿verdad?
— No señor. Lo juro por mi madre santa.
— Bueno, en eso estamos. Adiós, Casimiro, y que le vaya bien.
Meses más tarde, reunidos de nuevo los hermanos Buendía en su rancho
cercano al famoso real de Bolaños, hacían planes de nuevo para el siguiente
golpe:
— Mi segundo: váyase al Real a ver al viejo Casimiro, para ver qué le
informa.
Al otro día:
— Don Casi, ¿cómo está? ¿Me conoce?
— Sí señor. Usted es el mismo que me curó allá en la sierra.
— Así es. Soy el mismo. Dígame cuándo mandarán otro viaje.
— En estos días. Ya tenemos la mulada lista.
— Usted, don Casi, ya no vaya.
— No. Mandarán a otro.
— Bien. Nos vemos, don Casi.
Más tarde:
— ¿Qué pasó, Efrén?
BOLAÑOS 23
— Sí, mi jefe, está por salir el próximo viaje. De inmediato nos remontaremos
a la sierra, no sea que nos agarren ventaja, para estar visentiando.
Tres días más tarde:
— Mire jefe, se están desviando río arriba.
— ¡Desgraciados! Estos piensan que por allá se nos escapan.
— Sí. Ya agarraron todo el río rumbo al poniente de Alqueztán, como
para salir por Temoaya y Mezquitic.
— Pues ya les estamos dando. Les echamos travesía por sobre la sierra,
a bajar a Temoaya. Allí mero les caemos. ¡En marcha, capitanes!
Al poco andar de la cumbre de Bolaños, hacia el norte:
— Jefe, vienen unos jinetes por el camino.
— Amigos, ¿quiénes son ustedes y a dónde van?
— Venimos de Fresnillo, vamos a Bolaños a dejar un mensaje para
míster Ale.
— Traiga acá ese mensaje. Ustedes se arriendan. Y rápido, porque llevamos
prisa.
Así los encaminaron de regreso hasta Las Peñitas, amagados de muerte,
que por ningún motivo podían llegar a Bolaños.
Nosotros nos desviamos hacia el rancho de Ocota, a bajar a Temoaya
donde debíamos esperar nuestra presa. Después de haber caminado toda la
noche amanecimos en el punto de referencia.
Planeamos el golpe. Estudiamos el terreno a conciencia. Dicho y hecho,
al oscurecer llegó el cargamento. Cuando éstos entraron a los corrales de
Temoaya, el personal se componía como de unas catorce personas, entre soldados
y arrieros. Les caímos de sorpresa a través de los círculos de piedra. No
les quedó más remedio que rendirse para no ser muertos en unos minutos.
Árboles hicieron falta esa noche para que durmieran amarrados soldados y
arrieros. Por la mañana del día siguiente, como a doscientos pasos hacia arriba,
los pusimos a cavar una fosa como de ocho metros de largo por tres de
ancho y dos de profundidad para escondite del dicho tesoro, quedando sellada
dicha fosa con mezcla hecha con sangre de algunas mulas que en su propio
lomo habían cargado el preciado metal. Se dejó oír la voz del jefe:
— A ver, mi segundo, escriba esto. «Señas: entre el arroyo que viene
del norte y el río que viene del sureste y que dobla hacia el sur, que hay un
cerro por cada lado, quedaron guardadas para siempre cuarenta cargas de
metal, oro y plata, sudor de muchos campesinos-mineros. Tesoro que es de
México y no debe, por ninguna circunstancia, ser explotado para ir al extranjero.
Esta es la acción de los siete Buendía, para honor de esta tierra» [Eduardo
Vela del Real].
— Pos más le vale. Pero el día que alguno de nosotros llegue a preguntarle
algo usted no se negará, ¿verdad?
— No señor. Lo juro por mi madre santa.
— Bueno, en eso estamos. Adiós, Casimiro, y que le vaya bien.
Meses más tarde, reunidos de nuevo los hermanos Buendía en su rancho
cercano al famoso real de Bolaños, hacían planes de nuevo para el siguiente
golpe:
— Mi segundo: váyase al Real a ver al viejo Casimiro, para ver qué le
informa.
Al otro día:
— Don Casi, ¿cómo está? ¿Me conoce?
— Sí señor. Usted es el mismo que me curó allá en la sierra.
— Así es. Soy el mismo. Dígame cuándo mandarán otro viaje.
— En estos días. Ya tenemos la mulada lista.
— Usted, don Casi, ya no vaya.
— No. Mandarán a otro.
— Bien. Nos vemos, don Casi.
Más tarde:
— ¿Qué pasó, Efrén?
BOLAÑOS 23
— Sí, mi jefe, está por salir el próximo viaje. De inmediato nos remontaremos
a la sierra, no sea que nos agarren ventaja, para estar visentiando.
Tres días más tarde:
— Mire jefe, se están desviando río arriba.
— ¡Desgraciados! Estos piensan que por allá se nos escapan.
— Sí. Ya agarraron todo el río rumbo al poniente de Alqueztán, como
para salir por Temoaya y Mezquitic.
— Pues ya les estamos dando. Les echamos travesía por sobre la sierra,
a bajar a Temoaya. Allí mero les caemos. ¡En marcha, capitanes!
Al poco andar de la cumbre de Bolaños, hacia el norte:
— Jefe, vienen unos jinetes por el camino.
— Amigos, ¿quiénes son ustedes y a dónde van?
— Venimos de Fresnillo, vamos a Bolaños a dejar un mensaje para
míster Ale.
— Traiga acá ese mensaje. Ustedes se arriendan. Y rápido, porque llevamos
prisa.
Así los encaminaron de regreso hasta Las Peñitas, amagados de muerte,
que por ningún motivo podían llegar a Bolaños.
Nosotros nos desviamos hacia el rancho de Ocota, a bajar a Temoaya
donde debíamos esperar nuestra presa. Después de haber caminado toda la
noche amanecimos en el punto de referencia.
Planeamos el golpe. Estudiamos el terreno a conciencia. Dicho y hecho,
al oscurecer llegó el cargamento. Cuando éstos entraron a los corrales de
Temoaya, el personal se componía como de unas catorce personas, entre soldados
y arrieros. Les caímos de sorpresa a través de los círculos de piedra. No
les quedó más remedio que rendirse para no ser muertos en unos minutos.
Árboles hicieron falta esa noche para que durmieran amarrados soldados y
arrieros. Por la mañana del día siguiente, como a doscientos pasos hacia arriba,
los pusimos a cavar una fosa como de ocho metros de largo por tres de
ancho y dos de profundidad para escondite del dicho tesoro, quedando sellada
dicha fosa con mezcla hecha con sangre de algunas mulas que en su propio
lomo habían cargado el preciado metal. Se dejó oír la voz del jefe:
— A ver, mi segundo, escriba esto. «Señas: entre el arroyo que viene
del norte y el río que viene del sureste y que dobla hacia el sur, que hay un
cerro por cada lado, quedaron guardadas para siempre cuarenta cargas de
metal, oro y plata, sudor de muchos campesinos-mineros. Tesoro que es de
México y no debe, por ninguna circunstancia, ser explotado para ir al extranjero.
Esta es la acción de los siete Buendía, para honor de esta tierra» [Eduardo
Vela del Real].
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