- Pedro CantúAdmin
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La batalla de Padierna
Sáb 07 Jun 2008, 1:37 pm
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El general Santa Anna se había situado en la hacienda de San Antonio por considerarla punto estratégico para atender a Tlalpan, ocupado por los americanos: a Padierna, en que se encontraba el general Valencia, y México con el convento de Churubusco, que se encuentra en el camino antes de la garita de San Antonio Abad.
La moral del ejército del Norte estaba levantadísima; los viejos soldados de la frontera y el desierto revivían enérgicos al convocarlos el clarín de la gloria; sonaban las músicas, flotaban las banderas, piafaban los caballos de los oficiales y se alzaban sobre sus estribos los dragones como para aligerar el empuje de sus corceles.
El anuncio de la presencia del enemigo lo dio Alejo Barreiro. Como el señor Valencia me honraba con comisiones importantes; como tenía especial cuidado a título de mando de exponerme lo menos posible a los peligros, designándome los lugares menos inseguros, y como los muchachos ayudantes eran mis amigos, me citaron la víspera de la batalla para hacerme sus encargos. ¡Oh! qué noche; ¡oh! qué tiernas y apasionadas confidencias; ¡oh! qué riqueza de áurea, de angelical poesía la de aquellos hombres, que desprendidos de la vida por el sentimiento del deber, volvían los ojos a lo que dejaban de más amado en el mundo.
—A mi padre, le das mi reloj, Guillermo: dile que me perdone que es mi viejo de mi corazón.
—Oye (aparte) ¿la conoces? No le digas nada; deja que pase tiempo: vuélvele este relicario... no sé cómo no lo he tundido con mis besos...
—Ya está grande mi María... te oirá, háblale de mí. Tú me vas a ver: deseo distinguirme, deseo morir para dejarle mi nombre, que le dé orgullo...
¡Oh! aquella juventud; aquella aspiración a la gloria, aquellas confidencias que tenían como invisibles testigos a la muerte no se borrarán jamás de mi memoria.
Conservo impresiones horriblemente dolorosas de la saña, de la envidia, de las pasiones personales de Valencia y Santa Anna, las hostilidades de sus círculos; las calumnias y chismes rastreros que tienen pajas encendidas, volaban a las alturas y producían desastres y ruinas.
Recuerdo también las ilusiones y las esperanzas de victoria, tan sinceras, tan nobles de la generalidad, y tan dolorosamente desvanecidas.
El momento en que el joven Agustín Iturbide se puso al frente del Batallón de Celaya gritando: ¡Conmigo, muchachos, mi padre es el padre de nuestra independencia! me conmovió hondamente.
González Mendoza, lanzándose como un torrente sobre las cabezas enemigas, cantando con sus oficiales el Himno Nacional, ¡era magnífico!
El asalto a Padierna, la llegada de los yankees, el encaramarse uno al astabandera, derribarla, desgarrarla, repisotearla orgulloso, fue horrible; yo lo veía a través de mi llanto y aullaba como una mujer... me dolía la sangre, gemía algo dentro de mí que se espantaba... la muerte hubiera sido como agua pura y fresca para mi alma sedienta.
Un instante, un solo instante, que apenas se habría podido medir, con la luz del relámpago, tuvimos una alucinación de victoria.
Un oficial oscuro de Celaya, pequeño de cuerpo, delgado, de movimientos rápidos y con estridente risa, se caló su sombrero ancho forrado de tela, empuñó su espada, dirigió unas cuantas palabras a los soldados que lo rodeaban y prom, prorrom, marchó, arrostrando cuantos obstáculos se oponían a su paso hasta Padierna... Allí, asaltó, mató, aniquiló cuanto se le opuso... se asió al astabandera, se encaramó y derribó hecho trizas el pabellón americano... y restituyó a su puesto nuestra querida bandera de Iguala, que parecía resplandecer y saludamos como un ser dotado de corazón y grandeza.
Todas las músicas prorrumpieron en dianas; todos los estandartes, guiones y banderas se agitaron en los aires y todos vitoreamos con lágrimas varoniles aquel instante robado a la fatalidad de nuestro destino.
Chuabilla, que así se llamaba el bravo oficial autor de la hazaña que acabamos de referir, quedó mortalmente herido... y en los últimos días que atravesó acompañado de la música, sufría aún las consecuencias de aquel arrebato, que coloca su sitial y su fama en un lugar tan distinguido en nuestros fastos militares.
La muerte gloriosa de Frontera, la impasibilidad del general Salas, la herida de Blanco, todo haría detener a mi memoria, si no la embargasen los últimos momentos de esa batalla.
El declive de la loma que ocupaba el señor Valencia, que era como base de una sección de la serranía del Sur, estaba circundado de Mal País y hondísima barranca, cuyos bordes, en semicírculo, daban al norte o límite del pueblo de Coyoacán.
Los americanos habían circunvalado la loma, penetrando por el Mal País y la barranca hasta tener y como abrazar nuestro campo. Pero a las alturas de Coyoacán se había mandado como auxilio, pero sin orden de batirse, la brillante división del general don Francisco Pérez, que se situó perfectamente para coger entre dos fuegos al enemigo.
Entonces la confianza en el triunfo fue completa; llovieron felicitaciones, se expidieron despachos y se entregaron a los más increíbles delirios los hombres de aquella benemérita división.
Creo de toda justicia mencionar al jefe don Agustín Zires, que por dos veces desalojó a los americanos de Padierna con heroica bravura; al señor García que perdió una pierna en la acción, y al capitán Feliciano Rodríguez, que aunque ayudante del señor Valencia, se lanzaba con ardor a los mayores peligros, en auxilio de sus compañeros de armas.
Pero cayó la noche, se suspendió toda correspondencia entre las filas del general Santa Anna y las nuestras. En la oscuridad se sentían los avances del enemigo cabalmente del lado que nos creíamos protegidos. El general Valencia mandó expertos exploradores del terreno, los que volvieron diciendo que todas las fuerzas del general Santa Anna se habían retirado, dejando abandonados los puntos más importantes y quedando nuestras posiciones encerradas y sin salida a discreción del enemigo.
El general Valencia conoció lo comprometido de tal situación y nos comisionó a don Luis Arrieta y a mí para que fuésemos a San Ángel a hacer presente al señor Santa Anna nuestra posición.
El señor Santa Anna se encontraba en San Ángel en la casa del general Mora y allí acudían con el tropel consiguiente a las circunstancias, políticos, soldados, jefes, agiotistas, arrieros, etc., atropellados por correos que entraban a caballo hasta el patio, en que se apiñaban mujeres, ordenanzas, chimoleras y gente de la servidumbre; era el patio un laberinto de piernas, tablas, canastos y estorbos de esos que se escapan al inventario más perspicaz.
El general, rodeado de sus favoritos, daba sus órdenes junto de una mesita redonda alumbrada por un quinqué y rodeada de escribientes.
Penetramos a la estancia Arrieta y yo, y Arrieta, que era muy pulcro y bien hablado, le expuso la situación que guardaba el general Valencia.
—No me diga usted, no me diga usted, ése es un ambicioso insubordinado, que lo que merece es lo que lo fusilen... ¡Borrachón!
—Señor, vuestra excelencia hará lo que crea justo; pero ese ejército no puede sacrificarse...
—Usted no debe darme lecciones... ¡estamos!, no empiece yo mis escarmientos por ustedes... ¡Auxilio! ¡auxilio! y exponer yo mis tropas a la lluvia, al desvelo... por un... (aquí no es posible repetir las palabras que saltaron de los labios de Santa Anna), mis soldados a la intemperie... ¿qué dicen ustedes? (dirigiéndose a mí).
—Es que aquellos soldados no están bajo de techo... ni divirtiéndose —observé yo.
—¡Eh, silencio!, lárguense ustedes de aquí... fuera... malditos...
Y nos salimos llenos de rabia y de dolor...
La noche estaba oscurísima, llovía tupido, constantes relámpagos alumbraban la serranía y se reflejaban en las corrientes que descendían de las lomas.
Tuvimos que hacer un inmenso rodeo casi a la espalda de los montes de Zacatepec y la Campana.
Después de una penosísima travesía llegamos al campo... ni una avanzada, ni un rumor, parecía un desierto... la tiniebla espesísima, las fogatas apagadas, el ruido de la lluvia percibiéndose en las hojas y ramas de los árboles que aparecían y desaparecían como fantasmas con los relámpagos.
Llegamos a la tienda del general, quien nos recibió en la puerta...
—¿Qué dice Santa Anna?, le preguntó a Arrieta. Éste en buenas palabras le dio cuenta de nuestra comisión.
Entonces, como una explosión, desencajado, loco, perdido en tempestades de ira... gritaba Valencia: Traidor, nos ha vendido, nos entregan para que nos despedacen y acaben con la Patria!... A esos gritos en la negra sombra, surgían como fieras, grupos que se sospechaban... Al relampaguear se veían soldados huyendo en varias direcciones, se oían como aullidos de mujeres... estallaban truenos de fusil y de pistola, corrían caballos sueltos desbarrancándose en la ladera... Realmente la derrota estaba consumada en aquel momento.
Al amanecer el 20 de agosto, los americanos, volteando nuestra posición por movimientos efectuados con la velocidad del relámpago, inclinaron su artillería y la nuestra sobre las fuerzas dispersas que huían por el descenso de las lomas y quedaron regueros de cadáveres, heridos que se arrastraban moribundos; carros hechos pedazos y mujeres enloquecidas de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas perseguidas... Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa, en dirección de Churubusco.
En la hondonada de una loma, tendido en el suelo, en mangas de camisa muy ensangrentada se encontraba un joven como de veinticinco años, de notable apostura. Un hombre lo atendía con diligencia cariñosa, conociéndose sin esfuerzo al facultativo diestro y experimentado. Acerquéme al grupo y reconocí en el cirujano a mi ilustre amigo Antonio García Gutiérrez, autor de El Trovador y honra de las letras españolas.
—Antonio, ¿qué es esto?, ¿qué haces aquí?
—Guillermo, ¡mi raza, mi raza!...
Y en efecto, García Gutiérrez fue un ángel de caridad en aquellas circunstancias, y yo cuando columbro entre sus laureles su recuerdo, le veo con gratitud, resplandeciente de bondad para con los defensores de mi patria.
Me precipitaba como todos en dirección de Churubusco cuando me alcanzó un dragón de los que tenía el general Valencia como ordenanzas de mucha confianza. Emparejo con el mío su caballo y me dijo que nos apartáramos de la corriente, que tenía que hablarme de parte del general.
Yo vacilé, porque sabía las órdenes terribles que había recibido el general Peña y Barragán, de fusilar a Valencia donde lo encontrase, sin más formalidad que la identificación de la persona. El soldado me mostró una contraseña para mí inequívoca, y lo seguí por senderos llenos de precipicios. Debajo de un árbol, con una manga morada y desfigurado totalmente, encontré al señor general Valencia. Estaba a su lado José María Velázquez de la Cadena, llamado en el ejército el chico; mi compañero de colegio, oficial inteligentísimo y con gran partido en la buena sociedad por su finura y tacto de hombre de mundo.
Nos dijo el general a dónde partía, las precauciones que teníamos que tomar para encontrarlo, el nombre de Ferrer que adoptaba y las comisiones, las de Cadena, referentes a asuntos íntimos de familia, y las mías, cerca de personas que se hallaban al lado del general Santa Anna y con las que deseaba diligenciar garantías para su juicio o su salida del país.
Con profunda amargura nos despedimos del general, después de protestarle el cumplimiento fiel de sus encargos. El general mostraba tristeza hondísima: más que todo por no seguir peleando por la Patria.
La familia del señor Valencia estaba viviendo en Cuautitlán, y allá nos dirigimos haciendo un rodeo inmenso por las lomas del Rey, los Morales y tierras de Santa Mónica y Tizapán.
Nuestros asistentes nos acompañaban contentos y en menos que canta un gallo cambiaron de trajes bélicos por sombreros de petate y calzoneras abiertas, sillas de arriero y adminículos campestres.
Las negras nubes que entoldaban nuestro espíritu, cedían el paso a algunos rayos de luz de esperanza y dejaban que cantaran las ilusiones a nuestro alrededor.
Algunas memorias de mis tiempos.
Guillermo Prieto.
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El general Santa Anna se había situado en la hacienda de San Antonio por considerarla punto estratégico para atender a Tlalpan, ocupado por los americanos: a Padierna, en que se encontraba el general Valencia, y México con el convento de Churubusco, que se encuentra en el camino antes de la garita de San Antonio Abad.
La moral del ejército del Norte estaba levantadísima; los viejos soldados de la frontera y el desierto revivían enérgicos al convocarlos el clarín de la gloria; sonaban las músicas, flotaban las banderas, piafaban los caballos de los oficiales y se alzaban sobre sus estribos los dragones como para aligerar el empuje de sus corceles.
El anuncio de la presencia del enemigo lo dio Alejo Barreiro. Como el señor Valencia me honraba con comisiones importantes; como tenía especial cuidado a título de mando de exponerme lo menos posible a los peligros, designándome los lugares menos inseguros, y como los muchachos ayudantes eran mis amigos, me citaron la víspera de la batalla para hacerme sus encargos. ¡Oh! qué noche; ¡oh! qué tiernas y apasionadas confidencias; ¡oh! qué riqueza de áurea, de angelical poesía la de aquellos hombres, que desprendidos de la vida por el sentimiento del deber, volvían los ojos a lo que dejaban de más amado en el mundo.
—A mi padre, le das mi reloj, Guillermo: dile que me perdone que es mi viejo de mi corazón.
—Oye (aparte) ¿la conoces? No le digas nada; deja que pase tiempo: vuélvele este relicario... no sé cómo no lo he tundido con mis besos...
—Ya está grande mi María... te oirá, háblale de mí. Tú me vas a ver: deseo distinguirme, deseo morir para dejarle mi nombre, que le dé orgullo...
¡Oh! aquella juventud; aquella aspiración a la gloria, aquellas confidencias que tenían como invisibles testigos a la muerte no se borrarán jamás de mi memoria.
Conservo impresiones horriblemente dolorosas de la saña, de la envidia, de las pasiones personales de Valencia y Santa Anna, las hostilidades de sus círculos; las calumnias y chismes rastreros que tienen pajas encendidas, volaban a las alturas y producían desastres y ruinas.
Recuerdo también las ilusiones y las esperanzas de victoria, tan sinceras, tan nobles de la generalidad, y tan dolorosamente desvanecidas.
El momento en que el joven Agustín Iturbide se puso al frente del Batallón de Celaya gritando: ¡Conmigo, muchachos, mi padre es el padre de nuestra independencia! me conmovió hondamente.
González Mendoza, lanzándose como un torrente sobre las cabezas enemigas, cantando con sus oficiales el Himno Nacional, ¡era magnífico!
El asalto a Padierna, la llegada de los yankees, el encaramarse uno al astabandera, derribarla, desgarrarla, repisotearla orgulloso, fue horrible; yo lo veía a través de mi llanto y aullaba como una mujer... me dolía la sangre, gemía algo dentro de mí que se espantaba... la muerte hubiera sido como agua pura y fresca para mi alma sedienta.
Un instante, un solo instante, que apenas se habría podido medir, con la luz del relámpago, tuvimos una alucinación de victoria.
Un oficial oscuro de Celaya, pequeño de cuerpo, delgado, de movimientos rápidos y con estridente risa, se caló su sombrero ancho forrado de tela, empuñó su espada, dirigió unas cuantas palabras a los soldados que lo rodeaban y prom, prorrom, marchó, arrostrando cuantos obstáculos se oponían a su paso hasta Padierna... Allí, asaltó, mató, aniquiló cuanto se le opuso... se asió al astabandera, se encaramó y derribó hecho trizas el pabellón americano... y restituyó a su puesto nuestra querida bandera de Iguala, que parecía resplandecer y saludamos como un ser dotado de corazón y grandeza.
Todas las músicas prorrumpieron en dianas; todos los estandartes, guiones y banderas se agitaron en los aires y todos vitoreamos con lágrimas varoniles aquel instante robado a la fatalidad de nuestro destino.
Chuabilla, que así se llamaba el bravo oficial autor de la hazaña que acabamos de referir, quedó mortalmente herido... y en los últimos días que atravesó acompañado de la música, sufría aún las consecuencias de aquel arrebato, que coloca su sitial y su fama en un lugar tan distinguido en nuestros fastos militares.
La muerte gloriosa de Frontera, la impasibilidad del general Salas, la herida de Blanco, todo haría detener a mi memoria, si no la embargasen los últimos momentos de esa batalla.
El declive de la loma que ocupaba el señor Valencia, que era como base de una sección de la serranía del Sur, estaba circundado de Mal País y hondísima barranca, cuyos bordes, en semicírculo, daban al norte o límite del pueblo de Coyoacán.
Los americanos habían circunvalado la loma, penetrando por el Mal País y la barranca hasta tener y como abrazar nuestro campo. Pero a las alturas de Coyoacán se había mandado como auxilio, pero sin orden de batirse, la brillante división del general don Francisco Pérez, que se situó perfectamente para coger entre dos fuegos al enemigo.
Entonces la confianza en el triunfo fue completa; llovieron felicitaciones, se expidieron despachos y se entregaron a los más increíbles delirios los hombres de aquella benemérita división.
Creo de toda justicia mencionar al jefe don Agustín Zires, que por dos veces desalojó a los americanos de Padierna con heroica bravura; al señor García que perdió una pierna en la acción, y al capitán Feliciano Rodríguez, que aunque ayudante del señor Valencia, se lanzaba con ardor a los mayores peligros, en auxilio de sus compañeros de armas.
Pero cayó la noche, se suspendió toda correspondencia entre las filas del general Santa Anna y las nuestras. En la oscuridad se sentían los avances del enemigo cabalmente del lado que nos creíamos protegidos. El general Valencia mandó expertos exploradores del terreno, los que volvieron diciendo que todas las fuerzas del general Santa Anna se habían retirado, dejando abandonados los puntos más importantes y quedando nuestras posiciones encerradas y sin salida a discreción del enemigo.
El general Valencia conoció lo comprometido de tal situación y nos comisionó a don Luis Arrieta y a mí para que fuésemos a San Ángel a hacer presente al señor Santa Anna nuestra posición.
El señor Santa Anna se encontraba en San Ángel en la casa del general Mora y allí acudían con el tropel consiguiente a las circunstancias, políticos, soldados, jefes, agiotistas, arrieros, etc., atropellados por correos que entraban a caballo hasta el patio, en que se apiñaban mujeres, ordenanzas, chimoleras y gente de la servidumbre; era el patio un laberinto de piernas, tablas, canastos y estorbos de esos que se escapan al inventario más perspicaz.
El general, rodeado de sus favoritos, daba sus órdenes junto de una mesita redonda alumbrada por un quinqué y rodeada de escribientes.
Penetramos a la estancia Arrieta y yo, y Arrieta, que era muy pulcro y bien hablado, le expuso la situación que guardaba el general Valencia.
—No me diga usted, no me diga usted, ése es un ambicioso insubordinado, que lo que merece es lo que lo fusilen... ¡Borrachón!
—Señor, vuestra excelencia hará lo que crea justo; pero ese ejército no puede sacrificarse...
—Usted no debe darme lecciones... ¡estamos!, no empiece yo mis escarmientos por ustedes... ¡Auxilio! ¡auxilio! y exponer yo mis tropas a la lluvia, al desvelo... por un... (aquí no es posible repetir las palabras que saltaron de los labios de Santa Anna), mis soldados a la intemperie... ¿qué dicen ustedes? (dirigiéndose a mí).
—Es que aquellos soldados no están bajo de techo... ni divirtiéndose —observé yo.
—¡Eh, silencio!, lárguense ustedes de aquí... fuera... malditos...
Y nos salimos llenos de rabia y de dolor...
La noche estaba oscurísima, llovía tupido, constantes relámpagos alumbraban la serranía y se reflejaban en las corrientes que descendían de las lomas.
Tuvimos que hacer un inmenso rodeo casi a la espalda de los montes de Zacatepec y la Campana.
Después de una penosísima travesía llegamos al campo... ni una avanzada, ni un rumor, parecía un desierto... la tiniebla espesísima, las fogatas apagadas, el ruido de la lluvia percibiéndose en las hojas y ramas de los árboles que aparecían y desaparecían como fantasmas con los relámpagos.
Llegamos a la tienda del general, quien nos recibió en la puerta...
—¿Qué dice Santa Anna?, le preguntó a Arrieta. Éste en buenas palabras le dio cuenta de nuestra comisión.
Entonces, como una explosión, desencajado, loco, perdido en tempestades de ira... gritaba Valencia: Traidor, nos ha vendido, nos entregan para que nos despedacen y acaben con la Patria!... A esos gritos en la negra sombra, surgían como fieras, grupos que se sospechaban... Al relampaguear se veían soldados huyendo en varias direcciones, se oían como aullidos de mujeres... estallaban truenos de fusil y de pistola, corrían caballos sueltos desbarrancándose en la ladera... Realmente la derrota estaba consumada en aquel momento.
Al amanecer el 20 de agosto, los americanos, volteando nuestra posición por movimientos efectuados con la velocidad del relámpago, inclinaron su artillería y la nuestra sobre las fuerzas dispersas que huían por el descenso de las lomas y quedaron regueros de cadáveres, heridos que se arrastraban moribundos; carros hechos pedazos y mujeres enloquecidas de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas perseguidas... Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa, en dirección de Churubusco.
En la hondonada de una loma, tendido en el suelo, en mangas de camisa muy ensangrentada se encontraba un joven como de veinticinco años, de notable apostura. Un hombre lo atendía con diligencia cariñosa, conociéndose sin esfuerzo al facultativo diestro y experimentado. Acerquéme al grupo y reconocí en el cirujano a mi ilustre amigo Antonio García Gutiérrez, autor de El Trovador y honra de las letras españolas.
—Antonio, ¿qué es esto?, ¿qué haces aquí?
—Guillermo, ¡mi raza, mi raza!...
Y en efecto, García Gutiérrez fue un ángel de caridad en aquellas circunstancias, y yo cuando columbro entre sus laureles su recuerdo, le veo con gratitud, resplandeciente de bondad para con los defensores de mi patria.
Me precipitaba como todos en dirección de Churubusco cuando me alcanzó un dragón de los que tenía el general Valencia como ordenanzas de mucha confianza. Emparejo con el mío su caballo y me dijo que nos apartáramos de la corriente, que tenía que hablarme de parte del general.
Yo vacilé, porque sabía las órdenes terribles que había recibido el general Peña y Barragán, de fusilar a Valencia donde lo encontrase, sin más formalidad que la identificación de la persona. El soldado me mostró una contraseña para mí inequívoca, y lo seguí por senderos llenos de precipicios. Debajo de un árbol, con una manga morada y desfigurado totalmente, encontré al señor general Valencia. Estaba a su lado José María Velázquez de la Cadena, llamado en el ejército el chico; mi compañero de colegio, oficial inteligentísimo y con gran partido en la buena sociedad por su finura y tacto de hombre de mundo.
Nos dijo el general a dónde partía, las precauciones que teníamos que tomar para encontrarlo, el nombre de Ferrer que adoptaba y las comisiones, las de Cadena, referentes a asuntos íntimos de familia, y las mías, cerca de personas que se hallaban al lado del general Santa Anna y con las que deseaba diligenciar garantías para su juicio o su salida del país.
Con profunda amargura nos despedimos del general, después de protestarle el cumplimiento fiel de sus encargos. El general mostraba tristeza hondísima: más que todo por no seguir peleando por la Patria.
La familia del señor Valencia estaba viviendo en Cuautitlán, y allá nos dirigimos haciendo un rodeo inmenso por las lomas del Rey, los Morales y tierras de Santa Mónica y Tizapán.
Nuestros asistentes nos acompañaban contentos y en menos que canta un gallo cambiaron de trajes bélicos por sombreros de petate y calzoneras abiertas, sillas de arriero y adminículos campestres.
Las negras nubes que entoldaban nuestro espíritu, cedían el paso a algunos rayos de luz de esperanza y dejaban que cantaran las ilusiones a nuestro alrededor.
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