- dance35Líder de opinión.
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Hola compañeros una linda historia.
Sáb 21 Ene 2012, 8:01 pm
A lo mejor alguien ya publico esta historia pero por las dudas la comparto con ustedes, ojala les guste.
Campesino halla tesoro en Chalatenango.
Aquella tarde, las niñas descubrieron que la plata se lava con limón, que las monedas antes tenían escudos y que al menos una vez en su vida, en sus jovencitas mentes, la palabra riqueza era tan real como aquel cuchumbo de plástico en donde su padre metió todas las monedas después de secarlas con un trapo. En aquel cuchumbo antes había gelatina para el pelo que se untaba Julia en los mechones que le cuelgan hasta la cintura.
—De esto ha de saber el director Juan —le dijo Pedro a Julia, quien asintió moviendo la cabeza.
Las aves de corral se alimentan hoy en el patio donde el campesino encontró la vasija con unos 4 kilogramos en monedas antiguas.
A la mañana siguiente, Pedro tomó dos monedas de diferente denominación y salió disparado hacia la dirección del Instituto. Bajó por la empedrada, cruzó a la derecha, frente al parque, y luego otra vez a la derecha, como buscando la salida del pueblo. Entró al Instituto, caminó por un amplio pasillo y se quedó parado afuera de la oficina de aquel hombre, a quien conoce y de quien se hizo amigo porque en pueblos pequeños como estos, ¿quién tendrá enemigos?
Pedro, entonces, le hizo señas a Juan con el dedo, para que saliera. El otro le gritó diciéndole que entrara, que qué hacía ahí.
—Buenos días, don Juan —le dijo Pedro—. Quería saber si usted sabe de cuándo son estos asuntos.
Pedro extendió su mano frente al director, que tomó una de las dos monedas y la examinó, asombrado.
—¡Pedro! ¿Dónde hallaste esto? —le dijo, sin informarle que por la fecha y el escudo grabados en el metal, aquella moneda tenía más de un siglo de antigüedad. Era una moneda de la República Mexicana, de 1837, de esas que circularon en El Salvador 16 años después de la independencia de España. En la colonia, la primera casa de monedas de las Américas se estableció en México, en 1536. Para 1821, después de la conquista, y tras el déficit monetario, México envió a El Salvador, anualmente, un lote de 100 mil duros mexicanos de distintas denominaciones. En esa época, El Salvador no tenía moneda propia.
—En el patio de mi casa –contestó Pedro-. ¿Quiere ver el resto?
Y entonces los dos hombres salieron disparados hacia la casa de Pedro, en la loma, cruzando de regreso dos veces a la izquierda. Cuando llegaron, Pedro agarró el cuchumbo y vació las monedas sobre una mesa de madera. Juan, maravillado, se agarró los pelos de la cabeza mientras le pedía a Pedro que repitiera por cuarta vez la historia del hallazgo. Ahí descubrió Juan que había 34 monedas de la República Mexicana.
—¿Y qué pensás hacer? –le preguntó el director del Instituto, que hubiera querido que Pedro registrara el hallazgo para que quedara como tesoro del pueblo.
Pedro, en cambio, estaba pensando en su pobreza:
—¿Cuánto cree que me den por esto?
Juan no tenía idea.
***
Dos semanas después, Pedro era una tembladera en el asiento del copiloto del pickup de Juan; Juan manejaba sin prisa por las curvas pedregosas de Chalatenango; Chalatenango, la cabecera del departamento, era el punto más lejos al que Pedro había llegado alguna vez.
Los dos hombres dejaron los cerros y llegaron a San Salvador. Pedro llevaba en el bolsillo de su pantalón tres monedas de diferente denominación. En el camino, soñaba con riquezas, con un dineral nunca tocado por sus manos. Cuando apareció el sol del mediodía, Pedro conoció la capital, el humo del carrerío, los edificios, el tráfico y la bulla del centro de San Salvador. Por Catedral parquearon el carro y caminaron más lejos, detrás del parque Libertad, entre los portales, sorteando vendedores, vagabundos y huelepegas, hasta que llegaron a una casa en donde se leía: “Se compra oro, plata y antigüedades”.
Pedro, emocionado, sacó las tres monedas y se las enseñó al dependiente, que le ofreció cinco dólares por cada una.
—Vámonos a ver a otro lugar –le dijo Juan.
Pero la otra casa de antigüedades estaba cerrada y eran las únicas que Juan conocía. Pedro, triste, se lamentó por tener un tesoro que no lo sacaba de sus apuros. Era diciembre de 2006, no tenía para los estrenos ni para los gastos del año escolar de sus hijos.
Por esas noches, recuerda Pedro, después de haber viajado a San Salvador, se quedaba dormido en la hamaca del patio, colgada en la otra esquina del pasillo, hasta que sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo.
—Dejé de dormir ahí porque una vez sentí como que un hombre me apretaba desde atrás… ha de ser ese del cuento —dice Pedro, riendo. Nunca ha leído el cuento de La Botija. Nunca lo ha leído y nunca se lo han leído.
—¿Y qué hizo después del susto?
—Le grité: ¡a la ******! ¡Si vas a venir que sea pa´ decirme dónde hay más entierros! Después me metí a dormir con mi mujer ja, ja, ja.
Con el tiempo, del tesoro de Pedro ya sabían su padre, sus vecinos más cercanos, Sara y Lucía, que son la esposa y suegra de Juan, respectivamente. También se enteró un trabajador de la familia que cada cierto tiempo visitaba San Salvador y en una de esas visitas, este trabajador de la familia hizo llegar el cuento de la botija a oídos de Antonio, quien gusta de coleccionar antigüedades. Antonio es oriundo del mismo pueblo de Pedro, pero las posibilidades de su familia lo sacaron de ahí cuando joven, para que estudiara y se superara. Antonio es primo de Sara, a quien le habló para que le comunicara a su marido, el director del Instituto.
—Voy a preguntarle a ver si quiere venderla —le contestó Juan a Antonio, por teléfono.
A la semana, Antonio ya estaba en el patio de la casa de Pedro, junto a Juan, viendo una por una el centenar de monedas que había regadas en la mesa. Pedro, que con los días se había encariñado de su tesoro, había puesto una condición: “El que las compre debe quedarse con ellas, cuidarlas y no debe venderlas a nadie más”. Además, Pedro tenía una sorpresa: con paciencia y con pega loca, había restaurado la botija que María quebró aquella mañana, semanas atrás.
—¿Cuánto pide? —preguntó Antonio.
—¿Cuánto me da? —respondió Pedro.
—Usted dígame, ¿cuánto quiere? —siguió Antonio.
Pedro, con la mirada intentaba encontrar auxilio en Juan, que disimulaba su conflicto de intereses entreteniéndose con las monedas. Él estaba en medio de un negocio entre un amigo y un familiar, y no le quería quedar mal a ninguno.
Entonces Pedro, en solitario, dijo:
—Mil deme.
En la versión de Pedro, Antonio le regateó. En la versión de Antonio, no hubo regateo. En la versión de Juan, para no quedar mal con ninguno de los dos, después de fijado el precio solo recuerda la frase conciliadora que él mismo pronunció:
—¡Están bonitas las monedas!
Antonio llevaba mil dólares en billetes y se los entregó a Pedro, que nunca en toda su vida había visto tal cantidad de dinero. Cerraron el trato con un apretón de manos y hoy cada vez que Antonio regresa al pueblo, pasa saludando a aquel hombre que encontró la que ahora es su botija.
Antonio se llevó el tiesto relleno con monedas de plata a su casa en San Salvador y lo guardó en un chinero de madera, con paredes de vidrio, junto a otras piezas de madera y barro. Dentro de la botija, Antonio tiene 830 de las 844 monedas, separadas en bolsitas plásticas.
Macacos o macuquinas -la moneda que sustituyó al cacao usado por los indios, acuñada en América entre 1580 y 1732- son 535. Una de las más antiguas está fechada en 1731. De la República Mexicana tiene 34; de la República de Guatemala, 46. Después de la independencia y hasta la aparición del primer colón salvadoreño a finales del siglo XIX, en El Salvador circularon legalmente monedas de México, Guatemala y Honduras. De la corona española, Antonio tiene monedas que datan desde 1737 hasta 1809.
Tres años después del hallazgo, Pedro todavía no dimensiona el valor real que pudo haber tenido su tesoro, de haber caído en manos más expertas que le aconsejaran venderlo más caro. Antonio tampoco dimensiona el valor que pueda llegar a tener el tesoro porque tampoco le interesa venderlo. En el mercado de antigüedades y de coleccionistas, sin embargo, una moneda bien conservada de la corona española por sí sola puede valer entre 40 y 60 dólares. Los macacos, bien conservados, tienen un precio que oscila entre los 125 y los 800 dólares, dependiendo de la casa que acuñó la moneda y del valor estampado en el metal. De la República de Guatemala, una moneda bien conservada puede valer entre 300 y 400 dólares. En el tesoro de esta botija hay unas monedas bien conservadas y otras que ya perdieron todo su grabado y que no valen más que su peso en plata, pero es fácil estimar que, como mínimo, a precio de mercado, estas monedas valen en conjunto varias decenas de miles de dólares.
Las 844 monedas pesan unos 4 kilogramos, y si se vendieran solo por su peso en plata, equivaldrían a poco más de 2 mil 500 dólares.
Uno de los hijos del campesino que descubrió la botija juega con las monedas que su padre guardó como recuerdo.
Pedro, antes de vender su tesoro, le regaló dos monedas a Juan, que luego se las regaló a una maestra amiga. Antonio, que investigó cuánto podían valer sus monedas, le dio dos a un amigo español para que le averigüe el dato en España. Y Pedro, que quiere conservar la tradición y la historia, se quedó con 10. Las más grandes y brillantes de toda la colección: cinco macacos, cuatro de la corona española y un duro de la República Mexicana. Uno de los macacos, que tiene la forma de un corazón, lo carga Julia como llavero.
Tres años después del hallazgo, los pocos vecinos que saben la historia todavía llegan donde Pedro para pedirle que los deje escarbar en su patio a cambio de 200 dólares. Pedro se niega. “Sería de locos pensar que hay otra botija por ahí”. Pero además, se niega para no hacer bulla, por aquello de la delincuencia. Y sobre las 10 monedas que conserva, ya tiene un futuro asegurado:
—Es para que este cipote las tenga y se las dé a sus hijos.
Al oír esto, María y Juana, sus dos hijas mayores, pegan un grito espantadas. Las dos niñas, esta tarde, se alistan para los últimos días de clases, a los que ya no van de uniforme sino con ropa particular. Con los mil dólares, Pedro logró comprar los útiles, los estrenos de navidad y la ropita del siguiente año de sus hijos. Ese dinero se le fue igual de rápido de como le llegó y por eso Pedro, antes de que sus hijas se vayan, regresa a esa su hamaca que lo consuela cuando no hay tapisca.
Sus niñas, que ya se untan gelatina en el pelo y se ponen anillos de fantasía en los dedos, se meten como pueden en unos jeans gastados que ya no soportan las curvas de guitarra que les crecen cada día, a cada segundo, pintándolas de una gracia juvenil adornada con las canicas verdes que tienen en las cuencas de los ojos.
—Papá, no sea así. ¿Y nosotras, pues? Si también nosotras la encontramos. Yo quebré el cántaro ese, ¿o ya no se acuerda? —le reclama María.
Campesino halla tesoro en Chalatenango.
Aquella tarde, las niñas descubrieron que la plata se lava con limón, que las monedas antes tenían escudos y que al menos una vez en su vida, en sus jovencitas mentes, la palabra riqueza era tan real como aquel cuchumbo de plástico en donde su padre metió todas las monedas después de secarlas con un trapo. En aquel cuchumbo antes había gelatina para el pelo que se untaba Julia en los mechones que le cuelgan hasta la cintura.
—De esto ha de saber el director Juan —le dijo Pedro a Julia, quien asintió moviendo la cabeza.
Las aves de corral se alimentan hoy en el patio donde el campesino encontró la vasija con unos 4 kilogramos en monedas antiguas.
A la mañana siguiente, Pedro tomó dos monedas de diferente denominación y salió disparado hacia la dirección del Instituto. Bajó por la empedrada, cruzó a la derecha, frente al parque, y luego otra vez a la derecha, como buscando la salida del pueblo. Entró al Instituto, caminó por un amplio pasillo y se quedó parado afuera de la oficina de aquel hombre, a quien conoce y de quien se hizo amigo porque en pueblos pequeños como estos, ¿quién tendrá enemigos?
Pedro, entonces, le hizo señas a Juan con el dedo, para que saliera. El otro le gritó diciéndole que entrara, que qué hacía ahí.
—Buenos días, don Juan —le dijo Pedro—. Quería saber si usted sabe de cuándo son estos asuntos.
Pedro extendió su mano frente al director, que tomó una de las dos monedas y la examinó, asombrado.
—¡Pedro! ¿Dónde hallaste esto? —le dijo, sin informarle que por la fecha y el escudo grabados en el metal, aquella moneda tenía más de un siglo de antigüedad. Era una moneda de la República Mexicana, de 1837, de esas que circularon en El Salvador 16 años después de la independencia de España. En la colonia, la primera casa de monedas de las Américas se estableció en México, en 1536. Para 1821, después de la conquista, y tras el déficit monetario, México envió a El Salvador, anualmente, un lote de 100 mil duros mexicanos de distintas denominaciones. En esa época, El Salvador no tenía moneda propia.
—En el patio de mi casa –contestó Pedro-. ¿Quiere ver el resto?
Y entonces los dos hombres salieron disparados hacia la casa de Pedro, en la loma, cruzando de regreso dos veces a la izquierda. Cuando llegaron, Pedro agarró el cuchumbo y vació las monedas sobre una mesa de madera. Juan, maravillado, se agarró los pelos de la cabeza mientras le pedía a Pedro que repitiera por cuarta vez la historia del hallazgo. Ahí descubrió Juan que había 34 monedas de la República Mexicana.
—¿Y qué pensás hacer? –le preguntó el director del Instituto, que hubiera querido que Pedro registrara el hallazgo para que quedara como tesoro del pueblo.
Pedro, en cambio, estaba pensando en su pobreza:
—¿Cuánto cree que me den por esto?
Juan no tenía idea.
***
Dos semanas después, Pedro era una tembladera en el asiento del copiloto del pickup de Juan; Juan manejaba sin prisa por las curvas pedregosas de Chalatenango; Chalatenango, la cabecera del departamento, era el punto más lejos al que Pedro había llegado alguna vez.
Los dos hombres dejaron los cerros y llegaron a San Salvador. Pedro llevaba en el bolsillo de su pantalón tres monedas de diferente denominación. En el camino, soñaba con riquezas, con un dineral nunca tocado por sus manos. Cuando apareció el sol del mediodía, Pedro conoció la capital, el humo del carrerío, los edificios, el tráfico y la bulla del centro de San Salvador. Por Catedral parquearon el carro y caminaron más lejos, detrás del parque Libertad, entre los portales, sorteando vendedores, vagabundos y huelepegas, hasta que llegaron a una casa en donde se leía: “Se compra oro, plata y antigüedades”.
Pedro, emocionado, sacó las tres monedas y se las enseñó al dependiente, que le ofreció cinco dólares por cada una.
—Vámonos a ver a otro lugar –le dijo Juan.
Pero la otra casa de antigüedades estaba cerrada y eran las únicas que Juan conocía. Pedro, triste, se lamentó por tener un tesoro que no lo sacaba de sus apuros. Era diciembre de 2006, no tenía para los estrenos ni para los gastos del año escolar de sus hijos.
Por esas noches, recuerda Pedro, después de haber viajado a San Salvador, se quedaba dormido en la hamaca del patio, colgada en la otra esquina del pasillo, hasta que sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo.
—Dejé de dormir ahí porque una vez sentí como que un hombre me apretaba desde atrás… ha de ser ese del cuento —dice Pedro, riendo. Nunca ha leído el cuento de La Botija. Nunca lo ha leído y nunca se lo han leído.
—¿Y qué hizo después del susto?
—Le grité: ¡a la ******! ¡Si vas a venir que sea pa´ decirme dónde hay más entierros! Después me metí a dormir con mi mujer ja, ja, ja.
Con el tiempo, del tesoro de Pedro ya sabían su padre, sus vecinos más cercanos, Sara y Lucía, que son la esposa y suegra de Juan, respectivamente. También se enteró un trabajador de la familia que cada cierto tiempo visitaba San Salvador y en una de esas visitas, este trabajador de la familia hizo llegar el cuento de la botija a oídos de Antonio, quien gusta de coleccionar antigüedades. Antonio es oriundo del mismo pueblo de Pedro, pero las posibilidades de su familia lo sacaron de ahí cuando joven, para que estudiara y se superara. Antonio es primo de Sara, a quien le habló para que le comunicara a su marido, el director del Instituto.
—Voy a preguntarle a ver si quiere venderla —le contestó Juan a Antonio, por teléfono.
A la semana, Antonio ya estaba en el patio de la casa de Pedro, junto a Juan, viendo una por una el centenar de monedas que había regadas en la mesa. Pedro, que con los días se había encariñado de su tesoro, había puesto una condición: “El que las compre debe quedarse con ellas, cuidarlas y no debe venderlas a nadie más”. Además, Pedro tenía una sorpresa: con paciencia y con pega loca, había restaurado la botija que María quebró aquella mañana, semanas atrás.
—¿Cuánto pide? —preguntó Antonio.
—¿Cuánto me da? —respondió Pedro.
—Usted dígame, ¿cuánto quiere? —siguió Antonio.
Pedro, con la mirada intentaba encontrar auxilio en Juan, que disimulaba su conflicto de intereses entreteniéndose con las monedas. Él estaba en medio de un negocio entre un amigo y un familiar, y no le quería quedar mal a ninguno.
Entonces Pedro, en solitario, dijo:
—Mil deme.
En la versión de Pedro, Antonio le regateó. En la versión de Antonio, no hubo regateo. En la versión de Juan, para no quedar mal con ninguno de los dos, después de fijado el precio solo recuerda la frase conciliadora que él mismo pronunció:
—¡Están bonitas las monedas!
Antonio llevaba mil dólares en billetes y se los entregó a Pedro, que nunca en toda su vida había visto tal cantidad de dinero. Cerraron el trato con un apretón de manos y hoy cada vez que Antonio regresa al pueblo, pasa saludando a aquel hombre que encontró la que ahora es su botija.
Antonio se llevó el tiesto relleno con monedas de plata a su casa en San Salvador y lo guardó en un chinero de madera, con paredes de vidrio, junto a otras piezas de madera y barro. Dentro de la botija, Antonio tiene 830 de las 844 monedas, separadas en bolsitas plásticas.
Macacos o macuquinas -la moneda que sustituyó al cacao usado por los indios, acuñada en América entre 1580 y 1732- son 535. Una de las más antiguas está fechada en 1731. De la República Mexicana tiene 34; de la República de Guatemala, 46. Después de la independencia y hasta la aparición del primer colón salvadoreño a finales del siglo XIX, en El Salvador circularon legalmente monedas de México, Guatemala y Honduras. De la corona española, Antonio tiene monedas que datan desde 1737 hasta 1809.
Tres años después del hallazgo, Pedro todavía no dimensiona el valor real que pudo haber tenido su tesoro, de haber caído en manos más expertas que le aconsejaran venderlo más caro. Antonio tampoco dimensiona el valor que pueda llegar a tener el tesoro porque tampoco le interesa venderlo. En el mercado de antigüedades y de coleccionistas, sin embargo, una moneda bien conservada de la corona española por sí sola puede valer entre 40 y 60 dólares. Los macacos, bien conservados, tienen un precio que oscila entre los 125 y los 800 dólares, dependiendo de la casa que acuñó la moneda y del valor estampado en el metal. De la República de Guatemala, una moneda bien conservada puede valer entre 300 y 400 dólares. En el tesoro de esta botija hay unas monedas bien conservadas y otras que ya perdieron todo su grabado y que no valen más que su peso en plata, pero es fácil estimar que, como mínimo, a precio de mercado, estas monedas valen en conjunto varias decenas de miles de dólares.
Las 844 monedas pesan unos 4 kilogramos, y si se vendieran solo por su peso en plata, equivaldrían a poco más de 2 mil 500 dólares.
Uno de los hijos del campesino que descubrió la botija juega con las monedas que su padre guardó como recuerdo.
Pedro, antes de vender su tesoro, le regaló dos monedas a Juan, que luego se las regaló a una maestra amiga. Antonio, que investigó cuánto podían valer sus monedas, le dio dos a un amigo español para que le averigüe el dato en España. Y Pedro, que quiere conservar la tradición y la historia, se quedó con 10. Las más grandes y brillantes de toda la colección: cinco macacos, cuatro de la corona española y un duro de la República Mexicana. Uno de los macacos, que tiene la forma de un corazón, lo carga Julia como llavero.
Tres años después del hallazgo, los pocos vecinos que saben la historia todavía llegan donde Pedro para pedirle que los deje escarbar en su patio a cambio de 200 dólares. Pedro se niega. “Sería de locos pensar que hay otra botija por ahí”. Pero además, se niega para no hacer bulla, por aquello de la delincuencia. Y sobre las 10 monedas que conserva, ya tiene un futuro asegurado:
—Es para que este cipote las tenga y se las dé a sus hijos.
Al oír esto, María y Juana, sus dos hijas mayores, pegan un grito espantadas. Las dos niñas, esta tarde, se alistan para los últimos días de clases, a los que ya no van de uniforme sino con ropa particular. Con los mil dólares, Pedro logró comprar los útiles, los estrenos de navidad y la ropita del siguiente año de sus hijos. Ese dinero se le fue igual de rápido de como le llegó y por eso Pedro, antes de que sus hijas se vayan, regresa a esa su hamaca que lo consuela cuando no hay tapisca.
Sus niñas, que ya se untan gelatina en el pelo y se ponen anillos de fantasía en los dedos, se meten como pueden en unos jeans gastados que ya no soportan las curvas de guitarra que les crecen cada día, a cada segundo, pintándolas de una gracia juvenil adornada con las canicas verdes que tienen en las cuencas de los ojos.
—Papá, no sea así. ¿Y nosotras, pues? Si también nosotras la encontramos. Yo quebré el cántaro ese, ¿o ya no se acuerda? —le reclama María.
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